Símbolo trágico de nuestra época




A diferencia de Picasso, Saura rechaza que se asocie su trabajo sobre las crucifixiones a una reflexión sobre la pintura religiosa.

“La elección de una estructura basada en la imagen de la crucifixión, empleada con perseverancia a partir de 1957, no obedece a motivos religiosos. Definidas por algunas comentaristas como pinturas religiosas e incluso místicas y calificadas por otros de obscenas y blasfematorias, la realidad del impulso que las motiva debería situarse al margen de estas consideraciones, aun reconociendo la lejana presencia de los componentes subterráneos de ambas y opuestas tesituras”.[1]

La crucifixión se haya íntimamente relacionada con España por una historia fuerte, específica, marcada tristemente, en el siglo veinte, por la guerra civil y el franquismo, y está impregnada del Cristo de Velázquez y del fusilado de Goya.

“He procurado, al contrario del Cristo de Velázquez, convulsionar una imagen y cargarla con un viento de protesta. Es posible que se entrevea a través de estas obras un acto de humor que roce lo blasfematorio, pero no creo que se trate solamente de eso. En la imagen de un crucificado he reflejado quizás mi situación de hombre a solas en un universo amenazador frente al cual cabe la posibilidad de un grito, pero también, y en el reverso del espejo, me interesa simplemente la tragedia de un hombre- de un hombre y no de un dios- clavado absurdamente en una cruz. Imagen que como el fusilado de las manos en alto y la camisa blanca de Goya, o la madre del Guernica de Picasso, puede ser todavía un símbolo trágico de nuestra época”.[2]

La cruz es en Saura un elemento estructural que permite recibir al cuerpo. Si la crucifixión supone la presentación de una relación íntima con el sufrimiento, aquí supone un equilibrio entre la materia pintura y las técnicas mixtas para contener y recibir la expresión del cuerpo doliente. A pesar de su carácter violentamente expresivo, las crucifixiones de Saura reflejan un cierto control del tema, de las referencias y se imponen como prototipos intemporales.

“En la imagen del crucificado queda, pues, implícita la presencia intemporal del sufrimiento, quedando relegado al olvido todo trasfondo crítico-religioso. Sus migajas se pierden en el campo de la indiferencia para ser sustituidas por la belleza de la historia y la definición del presente. Aparecen, por encima de todo, las soluciones plásticas desarrolladas a partir de una estructura matriz donde la presencia de una forma fundamental es receptáculo para el encerramiento de fuerzas y tensiones determinadas”.[3]

[1] Saura, A., 1989, p.15.
[2] Íbidem, p.17.
[3] Ídem.

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